En las dos
versiones de Funny Games, el director Michael Hanneke propone la misma
historia: dos jóvenes hijos de puta destrozan la vida de tres miembros de la
misma familia, una pareja y su hijo, colándose en su hogar y divirtiéndose de
manera macabra.
Cuando nos enfrentamos a esa
película, es casi imposible no situarse en el lado de la víctima. Y es obvio que el propio director se lo pasa
en grande situándonos ahí, y jugando con nosotros mismos. Pensamos cómo reaccionaríamos ante las
distintas situaciones que se desarrollan, y si seríamos capaces de hacer frente
a esos villanos. Y yo no pude dejar de
imaginarme esa misma situación en mi casa, siendo yo ese niño pequeño, y siendo
mis padres los dos adultos jóvenes. Y
aquí empieza mi valoración, y mi relato:
Situación: dos
niñatos con mala leche irrumpen en nuestra casa con ganas de tocar los cojones,
con ganas de divertirse a costa de torturarnos mental y físicamente a mis
padres y a mí mismo. Tengo siete años, y
mis padres veintiocho y treinta uno respectivamente. Mi padre, trabajando desde los once años en
trabajos durísimos, y mi madre harta de trabajar también, desde los quince
años, y harta de llevar a cuestas varios hogares. Los niñatos, con el pretexto de pedir un
favor, entran en la casa. Supongamos que
mi madre ha confiado lo suficiente como para dejarles pasar sin mucho
impedimento. Y después de crear cierta
tensión, se delatan totalmente, golpeando a mi padre con un palo (en mi casa
nunca sería de golf) en una pierna. Por
suponer, supongamos que le coge lo suficientemente desprevenido como para darle
con fuerza y hacerle daño de verdad. Y ahí
estamos los tres, yo asustado perdido, y mis padres enfrentándose a la dura
reacción. Lo primero que ocurre en ese
caso es que el gilipollas que esté más cerca de mi madre se lleva una hostia de
su parte, que lo tumba. Eso seguro,
porque en esa época mi madre era una tía guapa y delgadita, pero la cantidad de
camisas que había planchado en empresas, y muchos otros esfuerzos físicos, le
habían proporcionado la fuerza suficiente en los brazos como para tirarle
muchos pulsos a tíos jóvenes. Eso para
empezar. Lo normal, en este caso es que,
una vez en el suelo, le hubiera pateado los huevos como para dejarlo
tranquilito un buen rato. Nos queda uno
de los dos imbéciles de pie, y armado con un palo. Y mi padre con la pierna jodida, pero
sabiendo que no hay otra opción. Puedo
asegurar que con treinta y un años, veinte kilos de masa muscular tirando por
lo bajo, harto de mover máquinas de casi cien kilos con sus propias manos y
manejarlas con soltura para embalarlas, harto de enfrentarse a chulos con ganas
de bronca, harto de echar horas en una empresa metalúrgica, harto de cobrar
seguros caminando muchos kilómetros a la semana, era capaz de levantarse
ignorando el dolor de su pierna –un vez estuvo un mes con una fibra muscular de
su pierna rota, y no dejó de trabajar ni un día- e inflar a hostias a ese
niñato sin ningún tipo de complejos.
Recibiría un par de golpes, seguro, pues el otro se defendería como un
jabato, pero casi me da pena pensar en ese gilipollas, entre mis padres, dando
bastonazos al aire. No me cabe duda de
que entre los dos lo pillan, y lo reducen hasta que el niño implora
piedad. Eso si no lo hace mi padre solo,
porque en esos años, si hubiera tenido que apostar por el niñato con el palito,
o mi padre desarmado, no lo hubiera dudado un segundo. Tiene ahora cincuenta y ocho años, y algún
achaque, y todavía lo tendría claro.
Pues imagínense entonces. Un tío
de más o menos mi edad, pero con el doble de fuerza, tratando de defender a su
hijo, su esposa y a sí mismo. Pobre
imbécil el que tratara de liarla en mi casa, de verdad. Eran capaces hasta de desvirgarle el orto con
el palito en cuestión.
En la
película, hay una escena donde, para descojone absoluto del director, los malos
cogen un mando a distancia para retroceder la escena y variar su destino. En mi casa, hubieran deseado poder coger el
mismo mando para que terminara su sufrimiento, porque sin armas de fuego esos
dos gilipollas no hubieran tenido ninguna opción, ni con cien oportunidades.
Mi padre, a
estas alturas de nuestra historia, acaba de dejar al tonto del palito con pocas
ganas de juego. Y el otro mira
impotente, todavía con las manos agarrando con ahínco sus genitales. Su cara de terror quizás detenga unos
segundos a mis padres. Pero como ellos
crean que están vendidos, y que los otros pueden volver otro día a traición,
puedo asegurar que no se molestan en denunciar.
Los dos tontos del haba esa noche acaban envueltos en una bolsa
industrial de basura. Si no hay opción,
no hay opción.
Así que Funny
Games, para decepción de Michael Hanneke, en mi casa hubiera acontecido de un
modo muy distinto. Y todo, ante la
mirada entre extrañada, asustada y aliviada, de un niño que me permito el lujo
de interpretar.
Collin, adoro tu versión de Funny Games, solo con imaginarla es ya superior al original.
JAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJA
Anda que no llevas razón.
Mira, te cuento. En mi pasillo hay una palo de madera entre la estantería de los libros y el florero. Su denominación es "el palo por si entra alguien". En la guantera del coche mi padre lleva una navaja y un puño americano. Y eso es en mi hogar, que es moderado. En la quinta parte de las casas de mi barrio hay escopetas de caza.
Además, de pequeño viví mi propio Funny Games. Tenía ocho años y mi madre y yo nos montamos en nuestro antiguo ciclomotor (sin casco, por supuesto) para ir a comprarme unas alpargatas. Nada más arrancar, nuestro vecino alcohólico, que en ese momento estaba ebrio y tomando el fresco en su puerta, le dice guarra a mi madre. Mi madre para la moto, se baja sin mediar palabra dejándome de pie en mitad de la calle, entra en mi taller de carpintería metálica sin decirle nada a mi padre que estaba trabajando en ese momento, sale con un tubo de hierro cogido de los retales, se va en busca del vecino y le abre la cabeza, salpicándome a mí la sangre en plena cara mientras berreamos llorando (el vecino y yo). El suceso terminó con medio barrio separando a ambos contrincantes, aunque sólo recibió el otro, y la intervención de la guardia civil. Echando la vista atrás me descojono con aquello, y no me da vergüenza, al contrario, reconocer el suceso como algo espléndido, una experiencia vital edificante y un ejemplo a seguir para todos los niños; el vecino no ha vuelto ni siquiera a mirar a mi madre en los últimos 22 años. Nunca he sido un burgués meapilas, y ahora menos que la crisis económica nos está convirtiendo a la clase media en clase mierda pinchada en un palo.
Funny Games es una peli que me gusta. Me gusta porque nos habla acerca de cuanto cabrón hay en el mundo. Y acerca de lo gilipollas que son los burgueses y de como su aparente mundo de seguridad y civismo se va a la mierda en un periquete. Vae victis.
Pues muy correcto, Flores, sí señor. Y lo de tu madre es un ejemplo estupendo, y una buena anécdota que contar. Es que es verdad, tío, cuando uno está hartico de currar, no tiene tantas gilipolleces políticamente correctas en la cabeza. En fin, me alegra haber compartido esto con vosotros, y muy concretamente contigo.
Un abrazo!